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“La creación de valor compartido”

“La creación de valor compartido”

Extractado de: M. Porter y M. Kramer. La creación de valor compartido. Harvard Business Review. Enero-Febrero 2011

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El sistema capitalista está bajo asedio.  En los últimos años, las empresas han sido vistas cada vez más como una causa importante de los problemas sociales, ambientales y económicos.  Hay una percepción muy amplia de que las compañías prosperan a costa del resto de la comunidad.
Peor aún, mientras más las empresas han comenzado a adoptar la responsabilidad corporativa, más se las han culpado por las fallas de la sociedad. La legitimidad de las empresas ha caído a niveles inéditos en la historia reciente.  Esta pérdida de confianza en las compañías lleva a que los líderes políticos tomen medidas que socavan la competitividad y minan el crecimiento económico.  Las empresas están atrapadas en un círculo vicioso.

Buena parte del problema se halla en las mismas compañías, las que siguen entrampadas en un enfoque anticuado de la creación de valor que ha surgido a lo largo de las décadas pasadas.  Siguen teniendo una visión estrecha de la creación de valor, optimizando el desempeño financiero de corto plazo dentro de una burbuja mientras pasan por alto las necesidades más importantes de los clientes e ignoran las influencias más amplias que determinan su éxito en el largo plazo.

¿Cómo explicar, si no, que pasaran por alto el bienestar de sus clientes, la depredación de los recursos naturales vitales para sus negocios, la viabilidad de sus proveedores clave o las penurias económicas de las comunidades donde producen y venden? ¿Cómo explicar, si no, que las empresas creyeran que limitarse a cambiar ciertas actividades a países con sueldos cada vez más bajos era una “solución” sustentable para los desafíos competitivos?

Los gobiernos y la sociedad civil a menudo han exacerbado el problema al tratar de abordar las debilidades sociales a costa de las empresas.  Los presuntos trade-offs entre la eficiencia económica y el progreso social han sido institucionalizados por décadas de políticas públicas.

Las empresas deben asumir el liderazgo para volver a unir los negocios con las sociedad.  Ya hay empresas más avanzadas y pensadores líderes que reconocen esta necesidad, y ya están emergiendo elementos promisorios de un nuevo modelo. Pero todavía falta un marco general para guiar estos esfuerzos y la mayoría de las empresas sigue pegada en la mentalidad de la “responsabilidad social” donde los problemas sociales están en la periferia, no en el centro.

La solución está en el principio del valor compartido, que involucra crear valor económico de una manera que también cree valor para la sociedad al abordar sus necesidades y desafíos. Las empresas deben reconectar  su éxito de negocios con el progreso social.  El valor compartido no es responsabilidad social ni filantropía y ni siquiera sustentabilidad, sino una nueva forma de éxito económico.  No está  en el margen de lo que hacen las empresas, sino en el centro.  Creemos que puede iniciar la próxima gran transformación en el pensamiento de negocios.

Un creciente número de empresas  conocidas por ser muy rigurosas en sus  negocios ya se ha embarcado en importantes esfuerzos por crear valor compartido, al reconcebir la intersección entre  la sociedad y el desempeño corporativo.  Pero recién estamos empezando a reconocer el poder transformador del valor compartido.  Para un reconocimiento pleno se requiere que los líderes y ejecutivos desarrollen habilidades y conocimientos, con una mirada mucho más profunda de las necesidades de la sociedad, una mejor comprensión de las verdaderas bases de la productividad de la compañía y la capacidad de colaborar entre los entes con y sin fines de lucro.  Y el gobierno debe aprender a regular de maneras que permitan el valor compartido en vez de impedirlo.

El capitalismo es un vehículo inigualable para satisfacer las necesidades humanas, mejorar la eficiencia, crear trabajo y  generar riqueza. Pero una concepción estrecha del capitalismo ha impedido que las empresas exploten todo su potencial para satisfacer las necesidades más amplias de la sociedad.  Las oportunidades han estado siempre allí pero no han sido percibidas.  Las empresas que actúan como empresas, no como donantes caritativos, son la fuerza más poderosa para abordar los apremiantes problemas que enfrentamos.  Llegó el momento de una nueva concepción del capitalismo; las necesidades de la sociedad son grandes y crecientes, mientras que los clientes, empleados y una nueva generación de jóvenes están pidiendo que las empresas den el primer paso para abordarlas.

El propósito de la corporación debe ser redefinido: es la creación de valor compartido, no sólo las utilidades per se.  Esto impulsa una nueva oleada de innovación y crecimiento de la productividad en la economía global.  También le dará una nueva forma al capitalismo y su relación con la sociedad. Y tal vez, lo más importante, aprender a crear valor compartido es nuestra mejor oportunidad para volver a legitimar a las empresas.

Ir más allá del los trade-offs

Las empresas y la sociedad se han venido enfrentando desde hace mucho tiempo.  Esto es así en parte porque los economistas han legitimado la idea de que las empresas deben morigerar su éxito económico para entregar beneficios a la sociedad.  En el pensamiento neoclásico, todo requerimiento de mejora social, como más seguridad o la contratación de discapacitados, impone un límite a la corporación.  Al agregar una limitación a una empresa que ya está maximizando sus utilidades, dice la teoría, inevitablemente suben los costos y se reducen esas utilidades.

Un concepto relacionado, y con la misma conclusión, es la noción de externalidad. Las externalidades surgen cuando las firmas  crean costos sociales de los que no se hacen cargo, como la contaminación.  Entonces, la sociedad debe imponer impuestos, regulaciones y sanciones para que las firmas “internalicen” estas externalidades, una creencia que influye en muchas políticas gubernamentales.

Esta perspectiva también ha moldeado las estrategias de las propias empresas, las que por mucho tiempo han excluido las consideraciones sociales y ambientales de sus razonamientos económicos.  Las empresas han tomado el contexto mayor en el que operan como algo dado y se han resistido a los estándares regulatorios por considerarlos siempre contrarios a sus intereses. Las resolución de los problemas sociales ha sido cedida a los gobiernos y las ONG.
Los programas de responsabilidad social corporativa, una reacción a la presión externa han surgido principalmente para mejorar las reputaciones de las firmas y son tratados como un gasto necesario.  Cualquier paso más allá es considerado por muchos como un uso irresponsable del dinero de los accionistas.  Por su parte, muchas veces los gobiernos han regulado de una manera que dificulta el valor compartido. Implícitamente, ambos lados han asumido que la contraparte es un obstáculo en la búsqueda de sus objetivos y han actuado en consecuencia.

En cambio, el concepto de valor compartido reconoce que las necesidades sociales, y no sólo las necesidades económicas convencionales, son las que definen los mercados.  También reconocen que los males o las debilidades de la sociedad suelen crear costos internos para las empresas, como energía o materias primas despilfarradas, accidentes costosos y las necesidad de  capacitación paliativa que compense las insuficiencias en educación. Y el abordar los daños y limitaciones de la sociedad no eleva necesariamente los  costos para las empresas, porque pueden innovar mediante el uso de tecnologías, métodos operacionales y enfoques de gestión novedosos, con lo que, como resultado, elevarían su productividad y expandirían sus mercados.

Entonces, el valor compartido no se ancla en valores personales,  No consiste en “compartir” el valor ya  creado por las firmas mediante alguna forma de redistribución.  Más bien, consiste en expandir las torta del valor económico y social.  Un buen ejemplo de esta diferencia es el movimiento del  comercio justo.  El comercio justo  busca elevar la proporción de los ingresos que van a los granjeros pobres pagándoles precios más altos por los mismo productos. Si bien esto puede inspirarse en un sentimiento noble, el comercio justo es una forma de redistribución más que de expansión del valor total creado.  En cambio, una perspectiva del valor compartido se enfoca en mejorar las técnicas para el crecimiento y en fortalecer el cluster local de proveedores y de otras instituciones para mejorar la eficiencia, el rendimiento de los cultivos, la calidad del producto y la sustentabilidad de los granjeros.  Esto permite que tanto los granjeros como las empresas que les compran obtengan una porción mayor de ingresos y utilidades.

Puede que se requiera más inversión inicial y tiempo para implementar las nuevas prácticas de suministro y desarrollar el cluster de apoyo, pero el retorno será un mayor valor económico y beneficios estratégicos más amplios para todos los participantes.

Las raíces del valor compartido

En un nivel muy básico, la competitividad de una empresa y la salud de las comunidades donde opera están fuertemente entrelazadas.  Una empresa necesita una comunidad exitosa, no sólo para crear demanda por sus productos, sino también para brindar activos públicos cruciales y un entrono que apoye al negocio.  Una comunidad necesita empresas exitosas que ofrezcan empleos y oportunidades de creación de riqueza para sus ciudadanos.  Esta interdependencia significa que las políticas públicas que socavan la productividad y la competitividad de las empresas se derrotan a sí mismas, especialmente en una economía global donde las instalaciones y los empleos pueden moverse fácilmente de un lado a otro.  Las ONG y los gobiernos no siempre han visto esta conexión.

En la visión antigua y estrecha del capitalismo, las empresas contribuyen con la sociedad generando utilidades, lo que permite generar empleos, pagar sueldos, hacer compras e inversiones y pagar impuestos.  El funcionamiento normal de una empresa ya supone un beneficio social suficiente.  Una empresa es, en buena parte, una entidad autosuficiente y los problemas sociales o de la comunidad son ajenos a su esfera de acción (éste es el argumento planteado persuasivamente por Milton Friedman en su crítica de la noción misma de responsabilidad social corporativa).

Esta perspectiva ha perneado el pensamiento de gestión durante las últimas dos décadas.  Las empresas se enfocaron en atraer consumidores para que compren más y más de sus productos.  Al enfrentar la creciente competencia y las presiones de desempeño de  corto plazo de parte de los accionistas, los ejecutivos recurrieron sucesivamente a reestructuraciones, reducciones de personal y reubicaciones en regiones con costos más bajos, mientras que aprovechaban sus balances en azul para devolver capital a los inversionistas. Los resultados frecuentes fueron la commoditización, la competencia de precios, poca innovación real, crecimiento orgánico lento y ninguna ventaja competitiva clara.
En este tipo de competencia, las comunidades en donde operan las empresas perciben pocos beneficios incluso cuando aumentan las utilidades.
Más bien, perciben que las utilidades son a costa suya, una impresión que se ha fortalecido durante la actual recuperación de la economía, donde las crecientes ganancias han hecho poco por paliar el alto desempleo, las penurias de las empresas locales y las severas presiones sobre los servicios comunitarios.

No siempre fue así. Las mejores empresas alguna vez asumieron una amplia gama de roles para satisfacer las necesidades de los trabajadores, las comunidades y las empresas de apoyo. Sin embargo, a medida que aparecieron otras instituciones sociales en escena, estos roles fueron abandonados o delegados.  Los horizontes de tiempo de los inversionistas cada vez más breves empezaron a estrechar el pensamiento acerca de cuáles eran las inversiones más apropiadas.  A medida que la empresa verticalmente integrada empezó a depender más y más de los proveedores externos, de la tercerización y de la fabricación en el extranjero, se debilitó la conexión entre las firmas y sus comunidades.  A medida que las firmas llevaron sus diversas actividades a más y más lugares, a menudo perdieron el contacto con todos los lugares.  De hecho, muchas empresas ya no reconocen un lugar como su hogar, sino que se ven a sí mismas como empresas “globales”.

Estas transformaciones impulsaron un importante progreso en la eficiencia económica.  Sin embargo, algo profundamente importante se perdió en el proceso, pues fueron pasadas por alto oportunidades más que fundamentales para la creación de valor.  El alcance del pensamiento estratégico se contrajo.

La teoría estratégica dice que para tener éxito una empresa debe crear una propuesta de valor distintiva que satisfaga las necesidades de un conjunto escogido de clientes.  La empresa obtiene una ventaja competitiva con la forma en que configura la cadena de valor o el conjunto de actividades involucradas en la creación, producción, venta, entrega y respaldo de sus productos o servicios.  Durante décadas la gente de negocios ha estudiado el posicionamiento y las mejores maneras para diseñar actividades e integrarlas.  Sin embargo, las empresas han pasado por alto oportunidades para satisfacer necesidades fundamentales de la sociedad y no han sabido comprender cómo los males y las debilidades de la sociedad afectan a las cadenas de valor.  Nuestro campo de visión ha sido demasiado estrecho.

Al tratar de comprender el entorno de negocios, los ejecutivos le han prestado más atención al sector o al negocio en particular donde compite la firma.  Es así porque la estructura del sector tiene un impacto decisivo en la rentabilidad de una firma.  Sin embargo, se pasó por alto el profundo efecto que tiene la localización en la productividad y la innovación.  Las empresas no han sabido captar la importancia del entorno mayor que rodea a sus principales operaciones.

 

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